Lo primero que uno se pregunta al conocer la muerte de Bin Laden es si su desaparición supondrá también el fin de la nueva generación de movimientos extremistas que, en torno a su figura, surgieron a finales de los años 90 por todo el mundo musulmán. No deja de ser “sospechoso” que Estados Unidos haya elegido precisamente este momento, en el que por doquier surgen tendencias islámicas democráticas opuestas a su interpretación radical del islam, para dar el golpe de gracia a la corriente salafista que lideraba.
La realidad es que ambas tendencias, la democrática actual y la salafista surgida en los años 90, corresponden a dos coyunturas internacionales diferentes. Cuando en la segunda mitad de esa década, el potentado saudí se trasladó a Afganistán para apoyar a los talibanes, en prácticamente todos los países musulmanes existían grupos y grupúsculos islamistas que se habían radicalizado, sobre todo, debido al fracaso de las tendencias reformistas históricas y, de forma especial, por la decadencia de la principal de ellas: los Hermanos Musulmanes.
Para cuando la estrella de Bin Laden logró brillar con luz propia, estos grupos, de carácter disperso y minoritario, ya se habían colocado en primer plano de la actualidad debido a la espectacularidad de sus acciones violentas y atentados indiscriminados. En este sentido, la verdadera aportación de Bin Laden fue aglutinar esta masa heterogénea de organizaciones en un proyecto común y darles una cohesión político-religiosa planetaria.
En resumidas cuentas y como ya había adelantado Muhamad Abduh, el gran mufti de Egipto a comienzos del siglo XX –a su vez, siguiendo los planteamientos de Ibn Taymiya en el siglo XIV-, se trataba de hacer tabla rasa en la historia del islam, ya que, en su opinión, la sucesión de errores y divisiones teológicas, habían llevado al conjunto del mundo musulmán a un estado de letargo y frustración generalizados. Era, por lo tanto, necesario impulsar el renacimiento de un movimiento panislamista que barriera de la faz de la Tierra a todos los regímenes corruptos y heréticos, incluidas las actuales monarquías, emiratos, califatos y regimenes nacionalistas, productos, en definitiva, de esa decadencia.
Los miles de voluntarios que, procedentes de todas las partes, se apuntaron a los “banderines de enganche” para ayudar a los talibanes en Afganistán, en buena parte financiados por las ong de Bin Laden, se convertirían después, una vez que se hicieron con el poder, en los apóstoles de la “buena nueva” cuando regresaron a sus países de origen. Obviamente, sin la “operación talibán” para meter en cintura a los “señores de la guerra” puesta en marcha por los servicios secretos paquistaníes con el beneplácito de Washington, jamás “la red” habría alcanzado la proyección internacional que ha tenido.
Mientras ha existido la referencia afgana, personificada en la resistencia de Bin Laden, se ha mantenido vivo este movimiento internacional, pero eso no quiere decir que su línea unitarista se correspondiera con la diversidad sociológica, cultural y religiosa del Magreb y de Oriente Medio. Precisamente, los movimientos democráticos y pluralistas de los que hoy somos testigos confirman la superación de ese radicalismo salafista. De hecho, las revueltas democráticas por el cambio, pese a tener el mismo objetivo de derribar regímenes corruptos, han cogido por sorpresa a las diferentes franquicias locales que, como Al Qaeda en el Magreb, se habían integrado en “la red” de Bin Laden y habían demostrado en los últimos años una gran actividad.
La reciente reactivación de sus atentados, como ha ocurrido en Marruecos pero también en la Kabilia argelina, sería entonces un intento de recuperar la iniciativa perdida desde que el pasado mes de diciembre estalló la Revolución del Jazmín en Túnez. Se podría interpretar, por lo tanto, que la decisión de liquidar ahora a Bin Laden sería la puntilla dada a este movimiento antes de que, recuperándose de la sorpresa inicial, intente de nuevo explotar en su beneficio el sentimiento de frustración de los pueblos musulmanes. Por eso resultan especialmente peligrosas las ambigüedades, dudas o tardanzas de la comunidad internacional ante situaciones como las que se viven en Siria, Bahrein, Yemen e Irán, o las que podrían surgir igualmente en Marruecos y Argelia. La apuesta de los países occidentales a favor de estas aspiraciones por el cambio debe ser, por lo tanto, meridianamente clara, a no ser que se quiera asumir el riesgo de convertir a Bin Laden en un mártir y de que su muerte haga germinar un auténtico mito para el islamismo radical.
Terra Media, de MANUEL MARTORELL.
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